Por Dra Mauren Navarro.
Cincuenta
y seis años más tarde me he dado a la tarea de recopilar la historia de la niña
de pies descalzos, mi madre. Narraba mi madre un relato, que más parecía una
leyenda, excepto por una vieja y amarillenta mención honorífica, colgada en la
pared que parecía respaldarla. Ese tema siempre estuvo ahí, esperando a ser
desempolvado, hasta que dispuse del tiempo y me dediqué a recopilar la información
necesaria para dar vida a sus recuerdos. Un viejo y protegido periódico de los
años cincuenta resguardado en la biblioteca Nacional me confirmaba lo que
aquella anécdota aseveraba.
Transcurría
el año 1959 cuando llegó la noticia a la escuela John D. Rockefeller que habría
un premio al mejor estudiante del país. Mi madre, una niña de tan solo 11 años
de edad, no dudó en pensar que ella podría ser esa estudiante pues contaba con
notas de excelencia académica. Quién diría que el ser descalza y pobre, más que
infortunitos, probarían el ingenio y carácter de esta niña pobre, en una
sociedad clasista!?
Nacida un 17 de Octubre de 1945,
Vilma Castillo proviene de un hogar sumamente humilde; su padre peón de finca y
su madre ama de casa. De su niñez varios recuerdos le llenan de ilusión, sobre
todo las navidades en donde a pesar de la pobreza extrema, no faltaban los villancicos
que su papá sintonizaba en un programa de emisora llamada rumbo y que
escuchaban en su radio de baterías.
“Yo tengo recuerdos
muy bonitos de la navidad de antes—comenta—. Vivíamos en la finca La Cecilia en unos chinchorros que
eran cuartitos pegados prestados a los peones que laboraban en la finca con sus
familias. No teníamos para comprar adornos, sin embargo, mi mamá ponía una
ramita de ciprés que conseguía por ahí. Esta ramita se adornaba con arreglitos
de papel de colores brillantes, y pedacitos de algodón, no se le ponían extensiones
de luces pues la electricidad era restringida en el chinchorro, debido a que era
pagada por el patrón. Se permitía prender, un par de horas por la noche, un
único bombillito color achiote, éste se prendía cuando oscurecía y se apagaba a
las ocho de la noche. Al llegar de la escuela, yo tenía que ayudar a mi mamá en
los deberes del cuartito pues mis hermanas mayores trabajaban donde los
patrones. Ya tardito me ponía a estudiar. Algunas veces pasaba el capataz y
como miraba un albor tenue, tocaba a la puerta y decía ‘apaguen la luz!,’ sin
embargo mi papá le respondía que era yo que estaba estudiando, y que la luz no
era del bombillito, sino que era de una candelita que efectivamente yo usaba
para alumbrarme por las noches cuando hacia mis tareas”
Cuenta que ella no se atrevía invitar
a la casita a sus compañeras pues le daba vergüenza ya que era muy humilde y
sus compañeras eran de las familias más influyentes de Turrialba, como las Chuken,
Anderson, y las Arias, sin embargo, aunque a veces la apartaban porque era
humilde, otras veces la tomaban en cuenta en los centros de estudios porque
ella iba muy bien todas las materias. “Yo intentaba ser siempre la mejor, y a
pesar de ser tan pobre, mi mamá me permitía sacar fiado en la librería de don
Fredy Royo, y así yo hacía mis tareas muy bonitas. Yo siempre quería ser la
mejor, pues pensaba que con dedicación y esfuerzo se podía lograr. Nada fue
fácil para mí, muchos niños tienen todo y desperdician el recurso por que no
aprecian lo que tienen en sus hogares, pero cuando se vive con restricciones
económicas se aprecia cualquier cosa. Por ejemplo, mis compañeras descartaban los
últimos pedacitos de sus lápiz de colores, mismos que yo juntaba. Esos eran los
lápices que yo tenía en un bolsito y con navajillas Gillette que mi papá descartaba
yo les hacía puntita. Así yo llevaba dibujos muy lindos y mis tareas completas
por lo que tenía siempre un excelente en mis trabajos. Yo llegaba a mi casa muy
contenta de ver mis logros en la escuela, pero solo para mí porque mi mamá no
entendía mucho de esas cosas, ella solo sabía poner su nombre”—recuerda con
nostalgia—.
Se pierde su mirada en el tiempo,
sus ojos recobran el brillo de la niñez y recuerda como si fuera hoy la noticia
del premio León Cortés Castro! Eso era
como buscar una aguja en un pajar, —piensa— pero a la vez decía, “¿por qué no?
si he sido la mejor estudiante de mi sexto B?” Estaba consciente de que había
otras buenas estudiantes del otro sexto de niñas. Sin embargo, entre las dos
mejores de su clase, ella tenía excelente nota de comportamiento, y la otra
chiquita muy baja porque era inquieta y hacia mucho desorden cuando la maestra
no estaba, situación que la maestra no ignoraba. Entonces, al haber varios buenos
promedios lo iban a hacer rifado para sacar la mejor estudiante del cantón y
después de la provincial y así sucesivamente, así que no sería tarea fácil. Rememora
que al final, entre las dos de su clase, la eligieron a ella como primer
promedio, pero que en la John D. Rockefeller había una sección de varones y
otra de niñas. De la sección de varones sacaron dos chicos, y después uno; al
final de los dos estudiantes de la John D. Rockefeller (hoy Jenaro Bonilla
Aguilar) niñas y varones salió favorecida ella!
Recuerda,
mirándome fijo con sus ojos verde jade, que a pesar de que ya era la seleccionada
de la escuela John D. Rockefeller, faltaba por Turrialba el resto de escuelas:
La Sion, Las Américas, Aquiares, etc., es decir, todas las escuelitas de los alrededores
de Turrialba. Su voz se agudiza al volver a vivir la emoción de aquellos días, “era
una gran fiesta en Turrialba, grupos de estudiantes se iban al frente de las otras
escuelas a hacer porras por sus candidatos, era algo muy bonito, nadie ofendía
solo apoyaban a sus postulantes. Después de semanas de locura y alegría en la
rifa de todas las escuelas del Cantón, volví a salir yo. Igualmente, al hacer
la selección final de la representante por Cartago, ya rifados entre todas las
escuelas de Cartago volví a quedar yo.” A este punto, estaba súper feliz, la sola
idea de salir como la mejor estudiante del país era ya ambicionar mucho, pero
sin embargo aún creía que podía ser posible.
El
gran día!
Remembraron poco a poco más recuerdos cuando su memoria
viaja y se transporta a aquel tan añorado momento “después de esos días de
algarabía, mi mamá fue internada por
problemas de salud, creo que era una operación que debían hacerle. Debido a que
mis hermanas mayores trabajaban en la casa del patrón, a mí me correspondía
hacer las labores de la casa, prepararle el almuerzo a mi papá e ir a dejárselo
a la finca de don Sergio Castro. El día que mi mamá salió del hospital, yo
apenas venía llegando de la escuela y no había terminado el almuerzo de mi papá
y cuando ella llegó me castigó porque el almuerzo no estaba listo. Yo salí
llorando, era un conflicto de sentimientos encontrados entre las alegrías de la
escuela, y la frustración de saber que de todas formas para nadie de mi casa
eran importantes mis logros! Yo corrí a la casa ‘grande’ donde trabajaban mis
hermanas mayores, una casa que quedaba arriba del Hospital William Allen, que
era de la hija de don Sergio Castro. La señora se llamaba Luisita Castro, y tenía
dos niños como de 7 y 10 años. Entonces, entré y me puse a llorar y doña
Luisita vino y dijo ‘¿qué le pasa a Vilma?’ Entones mi hermana le explicó que
yo me había atrasado con el almuerzo y que mi mamá me había castigado. Doña
Luisa estaba dolida de verme llorando y me dijo ‘Vilma, cuando usted salga de
sexto yo le voy a dar un regalito,’ me confortó y me puso a almorzar con los
hijos de ella, eso para mí era un gran honor pues ellos siempre tenían los
hijos aparte de nosotros que éramos proles de peones”. En lontananza se escuchaba mucho ruido—comenta
con la voz entrecortada y lágrimas en sus ojos—“cuando estábamos almorzando
tocaron a la puerta, casi la tiraban. Eran unas niñas de la escuela que habían subido
a buscarme y me abrazaban y gritaban que yo había ganado el premio León Cortés
y doña Luisita me abrazó y me dijo ‘felicidades’ y de ahí todas me llevaron a
mi casa y yo le dije a mi mamá ‘mamá, mamá, gané el premio León Cortes! y ella
me dijo ¿y eso qué es? Además como estaba operadita no podía hacer mucho.
Entonces yo me alisté y me fui a la escuela donde estaban haciendo un acto
cívico y me aplaudían y aplaudían y ahí mismo me tomaron la foto que tengo en la
mención honorífica con la bandera de Costa Rica. Ahí mi corazón no cabía de
alegría pero a la vez de tristeza porque yo estaba solita sin nadie de mi
familia. En ese acto cívico la directora Canita Mata dijo que iba a haber
muchos honores en mi nombre, que en la graduación iba a venir el gobernador de
Cartago, y que el traía un premio que era un cheque por doscientos colones y una carta de reconocimiento, la cual a través
de los años perdí”
En
este momento, su mente lucubraba mientras soñaba con dos cosas: entregar el
estandarte y un reloj divino que lo exhibían en la tienda Ester. Recuerda que
ella pasaba mirando ese reloj día y noche, y que por la noche le prendían un
bombillito de color, y ese reloj daba vueltas y ella pensó “ese reloj va a ser mío”.
Viene
a su memoria el recuerdo de una escuela muy bonita, y súper organizada cuando
de actividades, actos cívicos y de clausura se trataba “los actos eran
preciosos, con escenografía colorida, todo muy fino”. Sin embargo, su sorpresa
fue que la directora, la niña Canita Mata quien era muy delicada, la llamó a la
dirección y le dijo “vea Vilma, usted va a tener muchos honores, el gobernador
de Cartago va a venir, y usted va a ser el centro de atracción, así que yo
necesito que el primer promedio del grupo A entregue el estandarte, y la otra
compañera suya entregue la bandera” entonces inmutada ella le respondió “niña
Canita dígame ¿por qué? Dígame ¿por qué?,” y la directora le respondió que era
porque ella no tenía zapatos y la graduación era un acto sumamente formal. Sin
embargo, ella no se permutó ante tal condicionamiento, y contrario, pues era
muy chispa, le dijo que ella sí tenía zapatos, pero los tenía guardados la casa,
a lo que la directora le indicó que los
llevara para verlos, tal vez desconfiando que esto fuera verdad y con interés
de cerciorarse.
Su
semblante se encumbra al pensar que efectivamente, dentro la pobreza en que vivía,
ella no iba mal presentada a la escuela. A pesar de que no tenía zapatos para
la escuela, tenía mucho ingenio pues teñía unas tenis blancas de lona—las únicas
que tenía—con carbón o tizones del fogón de la cocina, eso sí, que no se
acercara ninguna chiquita porque la dejaba tiznada—elucida con una gran sonrisa
dulce de nostalgia—. Igual planchaba su blusita con plancha de metal que se
calentaba al fuego y ponía un periódico encima
de la enagüita para que los paletones le quedaran perfectos. Pero ahora para
poder entregar el estandarte, que era su sueño más preciado, debía conseguir
unos zapatos y no podía pedirle a su mamá porque no podían comprárselos. Así
que se fue a la casa de doña Leonor de Anderson, señora que vivía en molicie. No
recuerda por qué fue a parar donde doña Leonor? Sus memorias le hacen recordar
que recorrió agitada las calles de Turrialba hasta dar con la casa de doña
Leonor. Pase adelante—le dijo la señora—. Ella raudo
le expliquó el problema y la señora la condujo a un closet donde tenía muchos
pares de zapatos; nunca sus ojos habían contemplado tantos zapatos juntos, tan
brillantes como estrellas en el cielo. El problema es que la hija la señora
Leonor, Sonia, bailaba ballet y ella, por lo contrario, la mayor parte del
tiempo era de pie descalzo, entonces su
pie era como un tamal para ese tipo de zapatitos tan chiquitos. Empero, la
señora Leonor le dijo “mídase unos, si le quedan se los lleva”; así que entre
tanto zapato, ella pensó que los de tipo mocasín tal vez le quedarían pues eran
de meter. A mucha fuerza se los metió, y aunque no le quedaban, le dijo a la
señora que le quedaban “apretaditos’ pero que era por la media que era muy
gruesa, pero que la mamá le compraría unas
medias más delgaditas. Así fue como pudo comprobarle a la maestra Canita que
efectivamente tenía zapatos y que por lo tanto, ella tenía el derecho de
representar con orgullo a la estudiante saliente. De esta forma, la maestra
Canita ya no puedo negarle la tarea de dicho menester, y en contra de su
voluntad, le dio el diálogo que rezaba: “Queridos compañeros de quinto grado,
en este solemne acto que es como un broche de oro queremos hacerle entrega de
nuestro apreciado estandarte que hemos conservado durante estos 6 años, tomadlo
y sabed aquí queda un pedazo de nuestra
alma de niños y que lo dejamos con mucho amor”.
Ya
encaminada por el parque de Turrialba, iba llorando de tanta alegría, cuando le
viene a la mente que difícilmente su mamá le aceptaría esos zapatos, pues era
muy brava, y de fijo la mandaría a devolverlos!; sin embargo, esta vez ella le
explicó a su madre y ésta accedió a que los conservara. En lo que si no hubo
suerte fue en conseguir las medias más finas para que le entraran los zapatos,
por lo que no le quedó más que rajarlos a los lados con una navajilla Gillette,
mismas que usaba para sacar las puntas de sus lapices de color, y así
finalmente se los metió.
La
bucólica niña de pies descalzos ya estaba lista para desfilar y decir su
discurso en el acto de clausura, no sin antes sentir que se deslizaba en el
pasillo al salón de actos con aquellos zapatos que estrujaban sus dedos. Ese
pasillo interminable que conducía a la tarima, no podía estar más lustrado y resbaloso,
tanto como pista de patinaje sobre hielo!, Con una gran carcajada que se oye
hasta la cocina logra evocar que “intentaba sostenerme, apretando los dedos jocotos
de mis pies, e iba dando pasos chiquitos para no salir disparada”.
Súbitamente
cambia el tono de voz, y su semblante cambia: “Yo tenía en mente los premios,
claro, aquel hermoso reloj que yo pasaba a ver todos los días y con que soñaba
tanto, así que yo le dije ‘niña Canita ¿y el reloj me lo gané? Y ella de forma
irrisoria comentó ‘mire Vilma, usted ha tenido muchos honores, va a salir en el
periódico, la carta del gobernador y los doscientos colones; toda la atención
está en usted, por lo que hemos decidido darle el reloj al primer lugar del
otro sexto grado!’ No pudo contener el llanto, pues había soñado con ese reloj
por meses, y lo peor era que la otra niña era de familia adinerada y tenía
varios relojes. Sin embargo, en su inocencia y nobleza, aceptó la decisión sin
cuestionarla, aunque se le estrujó su corazón cuando en el acto de clausura,
tuvo una vez más la ocasión de verlo brillar, pero esta vez cuando se lo ponían
en la manita a la otra niña.
No obstante,
quedaba aún la ilusión del cheque de 200 colones! Cuando le dieron el cheque de
200 colones fue su papá con ella pues era mucho dinero—cuatro veces lo que
ganaba un jornalero bien pagado al mes—. Entonces, aún con la idea del reloj le dijo a su papa “ será que del premio
de doscientos colones me pueden comprar un relojito?” A lo que su padre
contesto “que va!, esto se necesita para comer!” No
perdiendo la esperanza de celebrar tan añorado galardón insistió, “entonces
aunque sea, me compra una cola?” –fresco como la zarza— que le encantaba—a lo
que el papá le respondió “diay, es que no ve que este cheque no se puede
cambiar, y yo no ando nada de menudo”.
Así
que al final de la historia, la niña de pies descalzos, pudo entregar el
estandarte, pero se quedó sin reloj, sin doscientos colones, y sin fresco de
cola, pero con una gran alegría en su corazón: era la ganadora del premio León Cortes! Así transcurrieron los años,
y aquella niña creció, hoy es madre de siete, abuela, felizmente casada y enfermera
pensionada. Tuvo que transcurrir mucho tiempo para poder rescatar la historia
que desprende de su alma lágrimas de tristeza y alegría, y finalmente, un sentimiento
de tranquilidad, al saber que no fue un sueño! Gracias a este momento, podemos
detener el tiempo en la historia, y retomar su relato, dándole vida a aquel instante
que resuena en su mente y le grita al oído evocando aquellas porras que algún día
retumbaron frente de la escuela John D. Rockefeller “a la vao, a la vío, a la
bin, bon, ban, Vilma, Vilma, rarara!”